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PUNTA CANA; El periodismo es un oficio noble y honorable, pero no está exento de dilemas. Hay momentos en los que la búsqueda de la noticia nos enfrenta a realidades incómodas y nos fuerza a cuestionar nuestros propios límites. Uno de ellos es cuando nos toca escribir sobre el dolor ajeno. Cubrir un sepelio es una de las asignaciones más difíciles y comprometedoras para cualquier reportero.
¿Hasta dónde podemos acercarnos a los dolientes sin convertirnos en intrusos de su sufrimiento? El medio nos envía con una orden precisa: Captar la atmósfera y obtener testimonios que sinteticen el sentimiento de los afligidos.
Pero en el terreno, el deber profesional choca con la sensibilidad humana. Entrevistar a alguien que llora la pérdida de un ser querido, especialmente si es una muerte en circunstancias trágicas, es engorroso, porque nos obliga a caminar sobre la cuerda floja del deber informativo y el respeto por el duelo.
Situaciones similares ocurren cuando se nos pide asistir a eventos donde no somos bienvenidos. Sin quererlo, nos convertimos en testigos incómodos de eventos que son exclusivos.
Y eso puede generar molestias, recelos y rechazos hacia nuestra presencia, pero seguimos allí porque desde la Redacción consideran que hay una historia que contar.
El desafío radica en cómo estar sin parecer invasivos; en cómo obtener la información sin vulnerar la confianza de quienes no nos han invitado. El periodismo tiene una responsabilidad ineludible con la verdad y el interés público, pero también con la dignidad y privacidad de las personas.
No todo se justifica en nombre del hecho con valor noticioso o de la primicia. Quizás la verdadera maestría del oficio periodístico radique en saber cuándo dar un paso atrás y comprender que hay ocasiones en los que debemos actuar con mucha sapiencia y prudencia.